lunes, 11 de mayo de 2020

Relato: sórdida velada


En unos minutos ya estábamos listos para ir al concierto. Se trataba de un grupo nuevo, que no conocíamos, tan solo por referencias de amigos. Hoy íbamos a experimentar nuevos sonidos que conquistarían nuestros oídos.

Como la ocasión era idónea para ambos, nos propusimos ir a cenar primero a un restaurante y después bajar la comida bailando en una sala de música en directo. Como casi siempre, mi cena fue muy frugal. Tan solo me excedí en el postre, con un gran pedazo de tarta de chocolate.

Hartos de comer y hablar de futuras visitas de ocio durante aquella velada, tocaba el momento de disfrutar de la música en su estado más puro. A nuestra llegada a la puerta del local no vimos a nadie haciendo cola, tan solo algún pequeño grupo de personas disgregado por los aledaños, hablando de forma tranquila. Sus ropas negras y melenas largas auguraban una buena sesión de rock tras los muros de aquel garito.

Pensamos que, al ser casi la hora de apertura de puertas, ya habría gente en el interior. Abrimos la puerta y, entre la penumbra, adivinamos la figura de un señor que nos dijo que la sala aún no estaba abierta; según sus palabras, en breve saldría el portero para cobrar el precio de las pertinentes entradas. No quedó otra que esperar hasta que abrieran y pudiéramos acceder para tomarnos las primeras cervezas.


Ya en el interior, mientras esperaba a que mi pareja saliera del excusado, fui a la barra con la intención de comprar un par de cervezas para saciar la sed. Los precios de la sala eran desorbitados, por lo que mis cejas se arquearon cuando la chica de la barra me dijo el precio de ambas botellas. Últimamente era casi prohibitivo salir de marcha por la ciudad.

Aún quedaba un rato para que el primero de los grupos saliera al escenario, por lo que optamos por sentarnos en uno de los sillones próximos a la entrada, donde un arco ojival daba la bienvenida a todos los asistentes. Una vez traspasado, se podía ver una cava, es decir, una sala donde se habían guardado antiguamente vinos, que en su parte final albergaba una plataforma donde los músicos llevarían a término su actuación.

Estuvimos departiendo acerca de lo bonita que era la sala. El ambiente oscuro y rodeado de luces rojas y azules le daba un aire misterioso y tranquilo a la vez. Como no había mucho público todavía, podíamos oír nuestras propias voces, cosa que también era posible porque la música ambiental no estaba demasiado alta.


De repente, vimos que varias personas iban cruzando el arco para llegar a la zona de conciertos. Era obvio que algo estaba a punto de comenzar. Nos levantamos de los asientos y entramos a escuchar los primeros compases de  la velada. La banda venía de tierras andaluzas, y su propuesta era muy cándida, dentro de los sonidos propios del rock, de corte sosegado y aderezado de tintes progresivos. Una delicia para los sentidos.

Pronto comenzaron a llegar más curiosos al lugar, haciendo que la situación resultara más excitante. Una sala vacía nunca ha sido sinónimo de diversión, por lo que dar la bienvenida a más almas siempre es estimulante. La comunión entre los feligreses de la música rock acababa de empezar.

Cada cierto tiempo teníamos que apartarnos del lugar donde estábamos, puesto que uno de los camareros del local entraba por una puerta lateral de la cueva. Allí dejaban los cascos de las bebidas que se iban acumulando, por lo que llegamos a la conclusión de que esa puerta “secreta” alojaba un almacén. La luz del interior era algo más brillante que la que lucía en la cueva, pero despedía cierto desasosiego. La bombilla que colgaba del techo irradiaba una incandescencia mortecina, propia de su baja potencia.

Los comentarios de aquellos que teníamos alrededor no se hicieron esperar, al igual que los nuestros. Fantaseamos con la posibilidad de que allí, en ese almacén, hubiera ocurrido algún hecho escabroso hacía algún tiempo. No descartamos que pudiera haberse cometido algún asesinato que se hubiese ocultado. Estas pesquisas nos resultaron graciosas a ambos, por lo que acompañadas de unas risas y unos repiqueteos de las botellas de cerveza al brindar, nos olvidamos del asunto durante unos minutos y volvimos a prestar atención a la música.


Unas cuantas cervezas después mi vejiga estaba a punto de desparramarse, por lo que tocaba ir al servicio y evacuar todo el líquido ingerido en las últimas dos horas. Me hice paso entre la multitud, que ya era algo más densa a esa hora y, rápidamente, haciendo caso de los carteles que indicaban el lugar donde podía ir a desahogarme, encontré el pasillo que conducía a los urinarios.

Había cierto trasiego por esa zona; de alguno de los habitáculos de los váteres salían personajes muy variopintos, y en algunos casos no paraban de mover sus dedos tapando sus fosas nasales. Por lo que se intuía, ciertas sustancias prohibidas estaban muy presentes por allí, y no precisamente en poca cantidad.

Una vez que terminé de soltar todo lo que llevaba en mi cuerpo, me dirigí al lavabo, donde me lavé las manos escrupulosamente, ya que momentos antes se me había derramado algo de cerveza en ellas y estaban algo pegajosas. Al levantar la mirada hacia el espejo que tenía delante pude ver la figura -justo detrás de mí- de una señora con pelo negro, recogido en un moño. Caminaba cabizbaja y de su nariz chorreaba mucha sangre. Cuando me di la vuelta para preguntarle si podía ayudarla en algo, ya había desaparecido.

¿Una mujer vestida con ropa de otra época en el servicio de caballeros? ¿Por qué había desaparecido tan deprisa? ¿Iba bajo los efectos de alguna sustancia? Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza. Estaba deseando contarle lo sucedido a mi chica, que esperaba en el mismo lugar donde la había dejado.


Un moscón estaba justo a su lado cuando regresé con ella. En cuanto me vio llegar se apartó, comprendiendo que sobraba en ese momento; mi gesto de pocos amigos sirvió para disuadirlo. Rodee sus hombros con mis brazos y le di un beso en la mejilla, advirtiendo a los de alrededor con mis señales que estábamos juntos.

Seguíamos disfrutando de la música. Ya habían dejado de tocar los teloneros, y era el turno de los protagonistas de la velada, un grupo con más tablas que los encargados de abrir la noche. El calor se iba notando en la sala, por lo que muchos ya estaban sudando y no paraban de hacer el camino hasta la barra para seguir comprando sus consumiciones.

Me fijé en las primeras filas. Había una mujer, y parecía que iba vestida exactamente con las mismas ropas que la señora que había visto hacía unos momentos. No bailaba, estaba completamente inmóvil y miraba continuamente al frente. Se lo comenté a mi pareja, pero ella me dijo que no veía nada; se quedó mirándome extrañada, con algo de recelo.

Pasados unos minutos era ella la que debía ausentarse para ir al servicio de chicas. Yo me quedé solo y, mientras, volví a fijarme en la puerta donde antes nos habían dejado descubrir el almacén de botellas. Me di cuenta de que estaba la luz encendida. Entreabrí la puerta y el cable del que pendía la bombilla se movía de un lado para otro, a mucha velocidad. Un vistazo a las paredes me descubrió que parte de ella estaba embadurnada con sangre que había sido salpicada desde alguna zona. Aprovechando que en ese momento nadie estaba mirando, entré en aquel pequeño almacén.


El ruido de la sala se escuchaba amortiguado y mis oídos ya estaban algo afectados por la tormenta de decibelios que estaban soportando. El frío era patente en ese lugar, como no llevaba abrigo en la sala, los brazos dejaron ver la piel de gallina que adquirí en unos segundos. Mi pensamiento me recriminó qué narices hacía allí en ese cuchitril y me di la vuelta para entrar de nuevo a la sala. La puerta estaba atorada, se había cerrado y ahora me encontraba atrapado.

Escuché algo a mi espalda. Al girar la cabeza para ver de qué se trataba, allí encontré a un hombre corpulento, con una boina en la cabeza y con cara de pocos amigos. Levantó su brazo y me enseñó la foto de una mujer de mediana edad, morena y con un moño en el pelo. Justo después hizo un gesto con su dedo en la garganta, como si indicase que debía morir.

No pude soportar más aquella visión, me fui hacia la puerta y golpeé con fuerza para que me oyeran los del otro lado. Como había tanto alboroto, nadie me escuchaba. Opté por golpear fuertemente con mis pies, cogiendo carrerilla para tumbarla. Surtió efecto y gracias a mi osadía pude volver a la sala de conciertos.

Todos me miraron estupefactos, como si hubieran asistido a la aparición de un ser de otro mundo. Así mismo me encontraba yo después de haber presenciado a aquel hombre de otra época insinuando hechos horribles. En aquellos instantes apareció mi chica, ya volvía de su visita al inodoro, pero observé algo extraño en ella. No parecía la misma, su caminar no era el habitual, sus pasos eran más cortos y pausados. También me di cuenta de que de su nariz descendía un fino hilo de sangre. Le conté, no sin que me mirara con estupefacción, todo lo que había pasado hacía unos minutos. Me miraba casi sin pestañear, como ensimismada, no era capaz de contestarme excepto con monosílabos.


Como todo se había convertido en una situación inverosímil, decidí que nos íbamos a marchar del local. Cogimos los abrigos y nos dispusimos a salir de aquel antro que nos había sumido en la más macabra de las situaciones. Me costó que mi chica diera unos pasos más rápidos y largos; todavía seguía bajo el influjo de algo, pero no podía precisar con exactitud de lo que podía tratarse. Mantuve mi tesón para abandonar aquella pesadilla. Las luces azules y rojas parecían seguirme hacia la salida, hasta que justo delante, en menos de un segundo, se fusionaron y pareció como si entraran en mi cuerpo. Noté una ráfaga de aquello en mis entrañas, como si algo se quedara dentro.

Con una sensación de nerviosismo, inquietud e ira abandonamos ese antro de locos para irnos a casa. Le regalé al portero una mirada cargada de rabia y no quise ni siquiera hablarle sobre lo que había sucedido. Mi cara ya hablaba por sí sola. Se quedó mirándome a los ojos y, con pavor, se metió rápidamente en el local, con una cara completamente desencajada. No sé qué vio, pero seguro que nada agradable.


Llegamos como pudimos a casa. Ella se tumbó en la cama, convulsa, profiriendo gritos y arengas para que la dejase en paz. Yo no comprendía nada de lo que estaba sucediendo.

Pasados unos minutos desperté en el suelo, con cortes en las manos y brazos, y a rebosar de sangre, como si alguien me hubiese estado arañando. Fui hacia la habitación donde estaba la cama y allí yacía mi novia con señales de haber sufrido un gran traumatismo en la cabeza.

Por la ventana del salón pude ver la sombra de dos personas que se alejaban, se trataba de los macabros personajes que habíamos visto en la sala de fiestas. Ya nos abandonaban, ya habían cumplido con su cometido. Ahora la pareja maldita éramos nosotros.

Llamaron al portero electrónico de la vivienda. Era la policía, venían a arrestarme por el homicidio de mi propia pareja. Nunca debimos visitar justo en el Día de Todos los Santos aquel lugar. El destino nos tenía preparado algo horrible.

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