Durante la noche solía ser peor,
diversos sonidos como el repiqueteo en puertas, muebles o paredes se hacían tan
persistentes que, a veces, me tapaba la cabeza con la almohada para que pasasen
inadvertidos a mi vívida imaginación.
Ante estos hechos, siempre que me
iba a dormir, revisaba todas las estancias para asegurarme de que allí no se
había colado ningún animal o insecto; además me cercioraba de que cada ventana
estuviese bien cerrada y no hubiese posibles resquicios por los que se pudiera
colar alguna ráfaga de viento.
Aún con todas las precauciones
tomadas, los ruidos seguían ahí, y no había noche en la que no me desvelase por
culpa de algún fuerte chasquido proveniente de alguna parte de la casa. Esta
situación se trasladó incluso a mi centro de trabajo, y cuando más atareado
estaba, los sonidos hacían acto de presencia para seguir perturbando mi
angustiosa vida.
Así estuve durante meses. Aquella
situación resultó ser tan angustiosa que opté por dormir en la terraza que daba
a la calle, metido en una caja de cartón, dentro de un saco térmico y arropado
con mantas. Este método parecía que surtía efecto, en la intemperie solo
escuchaba los ruidos de la calle: los camiones de la basura, gritos de la
gente, perros ladrando, coches y otros sonidos que se generaban en la ciudad,
pero no había ni rastro de los chasquidos que perturbaban mi paz todas las
noches.
Acabé acostumbrándome al ambiente
de la calle y a su condición. Sin embargo, una noche se me ocurrió volver a mi
habitación. En las primeras dos horas no oí nada, pero al rato comencé a notar
ciertos chirridos, como de coches en plena carrera. Las ventanas estaban
herméticamente cerradas, con sus dobles hojas que me aislaban del ruido
exterior. Aquello me extrañó sobremanera, pues en mi barrio apenas se escuchaban
motores cuando todo estaba cerrado a cal y canto. Intenté cerrar los ojos y
olvidarme, pero aquello siguió repitiéndose durante toda la noche.
Probé con somníferos, pero hasta
en mis sueños había chirridos y repiqueteos que no paraban de incordiar. Viendo
que esta solución tampoco me aportaba paz, contraté a unos operarios para que
me insonorizaran el dormitorio. Todo resultó infructuoso, los chasquidos no
cesaban en su empeño y querían acabar con mis nervios y paciencia.
No me quedó otra que probar en el
trabajo. Me acomodé en una de las estancias del sótano, donde sabía que no me
encontraría nadie. Una noche llegó alguien, se trataba de un limpiador. En una
parada de su trabajo, abrió la puerta del habitáculo donde me encontraba y
dijo:
-¿Qué pasa, ya no quieres ser mi
amigo? Una pléyade de chasquidos comenzaron a inundar mis oídos y supe que todo
estaba perdido.
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